-Que yo no entiendo de financiamientos, pero que “abundancia crea vangacia”, es vox populi, hija –el curita hizo una pausa para sacar de su manga un pañuelo inmaculado con que secarse el sudor-. Y deste modo, es que tu marido hace bien en tomar la iniciativa de ocuparse de tu hacienda y de tus restantes fortunas. Que no es mal hombre aquel que sin fines de usura busca mejores dividendos –aquí puso su dedo índice a mover, como si martilleara las palabras-. Eso es como el agricultor que abona la tierra para que reporte más maíz. No le roba nada. Y yo te dijera que si los bancos mejores están en Texocupal, pues bien que hizo en acudir allí, a la digna capital del estado, con todita la mosca.
-¡Ay, padrecito! –la mujer juntaba sus manos apretadas y las colocó a la altura del corazón-. Le voy a extrañar tantico ansí como se extraña a un padre de verdad, padrecito, que yo lo sé bien, que es un sentimiento que llevo muy hondo yo que no conocí al de mi sangre, que mal murió antes de mi venida al mundo –y la mujer se secó los ojos con un pañuelo que también sacaba de la manga de encaje del vestido. Una tela que bien pudo costar una dolariza en su tiempo, y elegante en aquellos años, pero fachudo para el tiempo de ahora.
-El ministerio de dios se nutre de hombres buenos, –tomó entre las suyas las manos huesudas y venosas de la mujer dándole tres golpecitos antes de soltarlas- más buenos que yo, y de veras encontrarás consuelo mayor en mi sustituto.
-Difícil será… -y la mujer ahogó un sollozo-. Qué adolorido se va a quedar mi esposo cuando conozca lo de su marcha súbita. El no poder despedirse de usted como es debido le partirá de seguro el corazón. Si supiera la gran estima en que mi marido lo sitúa a usted –y al cura se le dilataron las aletas de la nariz y la piel de la cara pareció estirársele, y bajo el alzacuellos pareció engordarle la papada a causa de una respiración desacompasada. Por un momento pareció mirar a la única puerta cerrada de la estancia, que se situaba a espaldas de la mujer. Casi quiso balbucir algo-. No, no hace falta que se disculpe de las buenas aburridoras que usted me echara en el principio: que si acciones son amores, no besos ni apachurrones… que si yo le superaba en tantas. demasiadas añadas a él…
-Y “baile y cochino, el del vecino” –atajó el curita sonriente- ¿Estamos?
-Eso mismo – y otra vez juntó para apretarlas sus manos en el pecho, y mirando hacia las alturas-. Y cuántas veces lo de que una mujer de mi edad, ya debiera voltear más de diez revueltas antes de gastar un peso en fiestas, y cuidarse de los doscaras –y ambos se rieron brevemente.
-Reconozcamos que no es un hombre de los que se den por aquí, ciudad pequeña o pueblo grande. No es fruto destas tierras. Natural que tuviera mis reservas. Supón que antes quel, no conocí jamás quien se acomodara a lo de “busca mujer por lo que valga y no por la nalga” –musita unos latinajos y se persigna-. Que esta tierra de santas mujeres, los hombres convierten en malpaís de la carne, y no miran más que la color quel de la tira de piel que asoma, sin importarles la policromía de los sentimientos. “Si lo que se enseña es la muestra, ya no destape el huacal”, se dicen siempre los boquiburros.
-Él es el mismísimo refinamiento personalizado. Y ya le digo qué berrinche severo se tomará cuando sepa que usted marchó antes de que él pudiera despedirse –el sacerdote asiente con la cabeza, aunque se remueve inquieto en su silla, y por su cara parece como si de repente le asaltara un cansancio de confesionario, como el hastío de tratar los mismos pecados con las mismas beatas-. Cien años que viviera cien años que él me refiriera lo de la puerta de la tienda de abarrotes, que asimismo usted fuera su ángel de la guarda.
-¡Esos mentecatos!… Siempre con sus malacrianzas…
-Lo hubieran machucado de una golpiza. Él no está hecho a las rudezas y nunca ha venido con nadie a las puñadas.
-Es que esos mostachos de foca no soportan la visión de un hombre que es capaz de andar con distinción. Esos mismitos dos ojos que de poco les valen no saben apreciar un bigote fino, cortado con gusto. Son unos machines que meten la torta en el molcajete para coger mojo de ajo, y no soportan que un hijo de dios se sirva con cuchara –el curita alzaba la voz como en el clímax de un exorcismo, y bajó el tono de súbito al mirar la expresión asombrada de su interlocutora-. Bueno, yo no es que practique y entienda costumbres pulidas. Tampoco es que coma en mantel bordado y con cubierto de plata a día. Y de las modas… Ni que decir que con mi obligada uniformidad, yo no puedo aplicarme el dicho: “de la moda, lo que te acomoda”. Pero también tengo un pie en este mundo y puedo opinar.
-Opinar, pues claro. Como a cualquier hijo de Dios le es dado. Y su opinión es la que más cuenta para mí. Pero no debe hacerse sangre de esos duros de maceta.
-Perdonar es lo primero.
-Ya sin saber quienes fueron, pero por mí están perdonados todos los que prendieron aquellos correveidiles de que si le movía mi mucha edad y mi mayor pesada, mi sonante caudal… Pero a los que raizaron la idea para emponzoñarlo -y se llevó la mano a la boca como si fuera a bostezar- de que era un muchachero, de corrompedor de chiquillos…
-¿Quiénes dijeron qué? –y otra vez pareciera que al curita el alzacuellos le cortara el respiradero, porque con su dedo índice lo estiraba, se lo apartaba de la garganta, y en una de esas que moviera el cuello, miró de refilón la única puerta cerrada en la estancia, como si lo siguiente fuera buscar el aire allí.
-Pero mejor dejemos correr semejantes aguas, –y como en una de esas películas antigüas que por sus demasiados años ella ya tenía visionadas, esas de enamorados que se separan, pues le dio la espalda al padrecito y se acercó a la ventana, mirando abajo, al emparrado- que no quiero quedar como rajona y encima llevarme una regañadera y penitencia en su último día –y seguía mirando para abajo cuando las cejas le revolotearon de asombro hasta caer ceñudas-. Ese de ahí… -la interrumpió una secuencia de tres pitazos de aviso que el conductor de la pick-up hizo sonar al tiempo que subía la cabeza hacia la ventana desde la que ella miraba. Luego el hombre se sacó el sombrero tejano y lo movió en un saludo cortés-. Esa arca grande de ahí que va en la camioneta es la que sacó mi esposo hace dos días de casa. Ahí mismitico que teníamos disimulado todo el cash que llevaría al banco en busca de dividendos.
-¡Mande!... –y parecía que el esfuerzo por levantarse raudo de la silla le restara al cura la voz, porque las palabras se le atascaron como los pasos en un fangal-. ¡Ay, hija mía! Tantos años aquí, que he guardado secretos que secarían, peor aún, que pudrirían el corazón de las mujeres… Este es el más limpio e inocente de todos. Y te lo he de revelar ahorita y no conculco voto de silencio alguno. Y si de silencio hablamos a ti más que a nadie incumbe que no se rompa. –Empezó a pasear por la estancia hasta llegar a la única puerta cerrada, frente a la que se plantó antes de pegarse la vuelta y seguir hablando-. Estábamos en que tu marido salió dos días. Esos son los mismos que hacen que me dejó aquí ese baúl que pesa como los pecados de cien mil diablos para que yo, al paso de mi destino definitivo lo entregue en el banco capitalino. La purita estrategia de un hombre listo.
-De seguro padre que no le entiendo.
-Pues que son muchas las almas que penan en esta tierra la envidia. El vértigo de la plata es como la llamada de la sangre, piensa en las treinta monedas que recibió Judas. Alguien que se enterara del motivo de su viaje podría pensar en robarle. Pero quién podría pensar que un probo sacerdote pudiera llevar encima, en la caja de la furgoneta, ese vuestro caudal.
-¡Ay padrito! Faro y guía del necesitado hasta el último momento –y la mujer dejó de mirar por la ventana, cruzó las manos, y las colocó a la altura de su boca, como si fuera a rezar, al tiempo que avanzaba tres o cuatro pasos llegando casi a al altura del sacerdote.
-Mira tú, mujer, que vienen doblados los tiempos, y tu marido tiene la aureola de oro que tú le has dado. Ya sabes por periódicos y noticieros televisados que en este infierno no faltan a diario las balaceras, y ojos avizor, y recados a la oreja, lobos vestidos de corderos, agentes luciferinos que visten el uniforme del samaritano. He de irme. El claxon de ese carro suena como las trompetas que derribaron las murallas de Jericó. Y ahora, mijita, ven que te dé mi bendición.
-¡Ay, padrecito! –la mujer juntaba sus manos apretadas y las colocó a la altura del corazón-. Le voy a extrañar tantico ansí como se extraña a un padre de verdad, padrecito, que yo lo sé bien, que es un sentimiento que llevo muy hondo yo que no conocí al de mi sangre, que mal murió antes de mi venida al mundo –y la mujer se secó los ojos con un pañuelo que también sacaba de la manga de encaje del vestido. Una tela que bien pudo costar una dolariza en su tiempo, y elegante en aquellos años, pero fachudo para el tiempo de ahora.
-El ministerio de dios se nutre de hombres buenos, –tomó entre las suyas las manos huesudas y venosas de la mujer dándole tres golpecitos antes de soltarlas- más buenos que yo, y de veras encontrarás consuelo mayor en mi sustituto.
-Difícil será… -y la mujer ahogó un sollozo-. Qué adolorido se va a quedar mi esposo cuando conozca lo de su marcha súbita. El no poder despedirse de usted como es debido le partirá de seguro el corazón. Si supiera la gran estima en que mi marido lo sitúa a usted –y al cura se le dilataron las aletas de la nariz y la piel de la cara pareció estirársele, y bajo el alzacuellos pareció engordarle la papada a causa de una respiración desacompasada. Por un momento pareció mirar a la única puerta cerrada de la estancia, que se situaba a espaldas de la mujer. Casi quiso balbucir algo-. No, no hace falta que se disculpe de las buenas aburridoras que usted me echara en el principio: que si acciones son amores, no besos ni apachurrones… que si yo le superaba en tantas. demasiadas añadas a él…
-Y “baile y cochino, el del vecino” –atajó el curita sonriente- ¿Estamos?
-Eso mismo – y otra vez juntó para apretarlas sus manos en el pecho, y mirando hacia las alturas-. Y cuántas veces lo de que una mujer de mi edad, ya debiera voltear más de diez revueltas antes de gastar un peso en fiestas, y cuidarse de los doscaras –y ambos se rieron brevemente.
-Reconozcamos que no es un hombre de los que se den por aquí, ciudad pequeña o pueblo grande. No es fruto destas tierras. Natural que tuviera mis reservas. Supón que antes quel, no conocí jamás quien se acomodara a lo de “busca mujer por lo que valga y no por la nalga” –musita unos latinajos y se persigna-. Que esta tierra de santas mujeres, los hombres convierten en malpaís de la carne, y no miran más que la color quel de la tira de piel que asoma, sin importarles la policromía de los sentimientos. “Si lo que se enseña es la muestra, ya no destape el huacal”, se dicen siempre los boquiburros.
-Él es el mismísimo refinamiento personalizado. Y ya le digo qué berrinche severo se tomará cuando sepa que usted marchó antes de que él pudiera despedirse –el sacerdote asiente con la cabeza, aunque se remueve inquieto en su silla, y por su cara parece como si de repente le asaltara un cansancio de confesionario, como el hastío de tratar los mismos pecados con las mismas beatas-. Cien años que viviera cien años que él me refiriera lo de la puerta de la tienda de abarrotes, que asimismo usted fuera su ángel de la guarda.
-¡Esos mentecatos!… Siempre con sus malacrianzas…
-Lo hubieran machucado de una golpiza. Él no está hecho a las rudezas y nunca ha venido con nadie a las puñadas.
-Es que esos mostachos de foca no soportan la visión de un hombre que es capaz de andar con distinción. Esos mismitos dos ojos que de poco les valen no saben apreciar un bigote fino, cortado con gusto. Son unos machines que meten la torta en el molcajete para coger mojo de ajo, y no soportan que un hijo de dios se sirva con cuchara –el curita alzaba la voz como en el clímax de un exorcismo, y bajó el tono de súbito al mirar la expresión asombrada de su interlocutora-. Bueno, yo no es que practique y entienda costumbres pulidas. Tampoco es que coma en mantel bordado y con cubierto de plata a día. Y de las modas… Ni que decir que con mi obligada uniformidad, yo no puedo aplicarme el dicho: “de la moda, lo que te acomoda”. Pero también tengo un pie en este mundo y puedo opinar.
-Opinar, pues claro. Como a cualquier hijo de Dios le es dado. Y su opinión es la que más cuenta para mí. Pero no debe hacerse sangre de esos duros de maceta.
-Perdonar es lo primero.
-Ya sin saber quienes fueron, pero por mí están perdonados todos los que prendieron aquellos correveidiles de que si le movía mi mucha edad y mi mayor pesada, mi sonante caudal… Pero a los que raizaron la idea para emponzoñarlo -y se llevó la mano a la boca como si fuera a bostezar- de que era un muchachero, de corrompedor de chiquillos…
-¿Quiénes dijeron qué? –y otra vez pareciera que al curita el alzacuellos le cortara el respiradero, porque con su dedo índice lo estiraba, se lo apartaba de la garganta, y en una de esas que moviera el cuello, miró de refilón la única puerta cerrada en la estancia, como si lo siguiente fuera buscar el aire allí.
-Pero mejor dejemos correr semejantes aguas, –y como en una de esas películas antigüas que por sus demasiados años ella ya tenía visionadas, esas de enamorados que se separan, pues le dio la espalda al padrecito y se acercó a la ventana, mirando abajo, al emparrado- que no quiero quedar como rajona y encima llevarme una regañadera y penitencia en su último día –y seguía mirando para abajo cuando las cejas le revolotearon de asombro hasta caer ceñudas-. Ese de ahí… -la interrumpió una secuencia de tres pitazos de aviso que el conductor de la pick-up hizo sonar al tiempo que subía la cabeza hacia la ventana desde la que ella miraba. Luego el hombre se sacó el sombrero tejano y lo movió en un saludo cortés-. Esa arca grande de ahí que va en la camioneta es la que sacó mi esposo hace dos días de casa. Ahí mismitico que teníamos disimulado todo el cash que llevaría al banco en busca de dividendos.
-¡Mande!... –y parecía que el esfuerzo por levantarse raudo de la silla le restara al cura la voz, porque las palabras se le atascaron como los pasos en un fangal-. ¡Ay, hija mía! Tantos años aquí, que he guardado secretos que secarían, peor aún, que pudrirían el corazón de las mujeres… Este es el más limpio e inocente de todos. Y te lo he de revelar ahorita y no conculco voto de silencio alguno. Y si de silencio hablamos a ti más que a nadie incumbe que no se rompa. –Empezó a pasear por la estancia hasta llegar a la única puerta cerrada, frente a la que se plantó antes de pegarse la vuelta y seguir hablando-. Estábamos en que tu marido salió dos días. Esos son los mismos que hacen que me dejó aquí ese baúl que pesa como los pecados de cien mil diablos para que yo, al paso de mi destino definitivo lo entregue en el banco capitalino. La purita estrategia de un hombre listo.
-De seguro padre que no le entiendo.
-Pues que son muchas las almas que penan en esta tierra la envidia. El vértigo de la plata es como la llamada de la sangre, piensa en las treinta monedas que recibió Judas. Alguien que se enterara del motivo de su viaje podría pensar en robarle. Pero quién podría pensar que un probo sacerdote pudiera llevar encima, en la caja de la furgoneta, ese vuestro caudal.
-¡Ay padrito! Faro y guía del necesitado hasta el último momento –y la mujer dejó de mirar por la ventana, cruzó las manos, y las colocó a la altura de su boca, como si fuera a rezar, al tiempo que avanzaba tres o cuatro pasos llegando casi a al altura del sacerdote.
-Mira tú, mujer, que vienen doblados los tiempos, y tu marido tiene la aureola de oro que tú le has dado. Ya sabes por periódicos y noticieros televisados que en este infierno no faltan a diario las balaceras, y ojos avizor, y recados a la oreja, lobos vestidos de corderos, agentes luciferinos que visten el uniforme del samaritano. He de irme. El claxon de ese carro suena como las trompetas que derribaron las murallas de Jericó. Y ahora, mijita, ven que te dé mi bendición.
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