Avanzan a lomos del burro. Ella sentada de lado. Él detrás, sosteniéndola con sus brazos por la cintura. Ella niega con la cabeza, como si espantara una mosca borriquera o el aliento del hombre, que le ha susurrado algo, le cosquilleara. Él le acerca otra vez sus labios al oído y la mujer rompe en una risa artificiosa, histriónica. Reverberan sus carcajadas en las paredes del pequeño desfiladero con la misma facilidad que en las calles empinadas, estrechas, y con olor a orines de la ciudad.
-¿Por qué vamos por aquí? ¡No me dirás que esta rambla es el único camino para llegar al pueblo!
-No te ha de faltar un respeto, una mesa bien puesta y un señor colchón relleno de lana, princesa de labios carmesí. Otra cosa: será mejor que hagas oídos sordos a lo que digan las mujerucas de alrededor. Son unas arañas peludas que tejen y tejen sus redes en el frescor de las cocinas.
Hay un ruido de chicharras que se rompe con el golpe sordo de un pedrusco estrellado contra la grava. El pollino hace un quiebro y ambos casi van al suelo, y el hombre abre exageradamente las piernas en ademán de clavarle los talones en el costado.
-No se le ocurra hacerle daño al Rufico, padre, o no respondemos.
En una de las márgenes del cauce, arriba de la suave elevación arcillosa, el hijo mayor, un apunte hosco de los hombres de aquella tierra, prepara otra vez la honda. Carga una piedra grande y redonda como un melocotón, sacada del lecho de la rambla. El pequeño se esconde detrás de su hermano después de haberle proporcionado la munición. La hija mayor escupe al suelo y hace una cruz con el pie. Se asoma un poco más y se ve que sostiene sobre su cintura, a horcajadas, a la hermana pequeña.
-¿Qué nos trae, padre? –con el brazo libre la hija levanta un puño amenazante, y por el roto en la tela del sobaco asoma una pelambrera abundante-. ¡No sueñe usted que va a pisar en nuestra casa esa mujer de la vida! ¡Una lagarta! ¡Sacacuartos! ¡No te va a quedar un pelo en la cabeza, perdedora de hombres! –y a continuación se persigna compulsivamente.
La mujer se apea del burro. Descuelga su maleta de cartón con refuerzos metálicos en las esquinas, todo su capital, y echa a andar a trompicones por donde vinieron. Su vestido de colorines es un reclamo en el paisaje pardo del veraNo. El hombre también se baja e intenta detenerla sujetándola del brazo, ella se enfurruña e intenta desasirse.
-No me falta de puntería -grita el hijo, capitán de los desharrapados.
El hombre suelta a la mujer. Se clava primero de rodillas y con las manos se tapa la cara al tiempo que se arroja de bruces, despacio, como un suicida sin demasiada vocación, sobre el cauce seco y ardiente. Golpea la grava ardiente con unos puños sarmentosos.
-¡Malditos granos de pus! ¡Babas del diablo! ¡Hígado y riñones de la bestia! –el hombre ha leído libros, enseña lectura y las cuatro reglas por cortijos y aldeas, y domina algunos latinajos que balbucea cuando el vino le llena el estómago y los saca de allí, pues es allí donde le habitan. Y al recitarlos piensa en las comidas calientes de cuando fue seminarista-. ¡Os he de ahogar uno por uno en el pozo! –y luego gime lastimosamente, como un can apaleado. Levanta la cabeza a tiempo de ver cómo en una de las riberas una culebra serpentea a esconderse en el frescor de las matas de alcaparra. Recuerda el dictado que le hizo ayer al hijo de un labrador rico de la zona. Lo sacó del libro más viejo de la casa, el de los hermanos Claudio y Esteban Botelou, el “Tratado de la Huerta o método de cultivar toda clase de hortalizas” o “Tratado de la Huerta en forma de diccionario”, de 1801: “Entre los alcaparrones o cálices mayores se destinarán algunos para que manifiesten su hermosura y olorosa flor, dexándolos que perfeccionen su simiente”.
El burro ha empezado a andar por su cuenta. Si se le deja sin atar toma el camino de la tasca. El tabernero siempre le tiene a punto un puñado de alfalfa fresca.
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