PUBLICADO EN LA EDICIÓN DEL JUEVES 29 DE ABRIL DE "LA BIBLIOTECA IMAGINARIA".
Fantasías animadas
Berta Marsé
Ed. Anagrama, 2010
241 págs.
17,00 €
Días atrás vuelvo a leer en algún sitio algo que ya creo haber leído hace algún tiempo en otro sitio, aunque en aquella ocasión documentado con cifras y letras:
“En el mundo de las letras existe una controversia interminable en cuanto a la literatura femenina, la eterna reflexión de en qué medida se puede hablar de ella como de un subgénero con entidad propia. En cualquier caso el debate es amplio y cargado de matices y si algo parece concluyente es que los cánones literarios favorecen la escritura hecha por hombres”.
Y me digo que toda opinión es respetable, y también repudiable. Me molesta como hombre lector, como hombre escritor, como hombre, que se nos siga culpabilizando, anatemizando, buscándonos las cosquillas en terrenos como la literatura y el arte, donde suerte, visibilidad, por supuesto talento, y algunas habilidades sociales priman más que el sexo. Hace ya bastantes años que las escritoras no tienen que ocultar su identidad firmando bajo un seudónimo masculino. Ya pasaron aquellos tiempos en que una mujer no podía abrir por sí sola una cuenta corriente, ni firmar una escritura de propiedad…
“Ahora en confianza les diré que soy una víctima del sistema. Solo envié mi manuscrito a una editorial, y me dijeron que no, pero no por ser un pésimo escritor, sino por ser hombre. Es que los editores no quieren ganar dinero. Todos carecen del olfato empresarial necesario. Y como no tienen deudas que pagar, ellos lo que quieren es publicar solo mujeres para ganarse sus favores sexuales”. Compárelo con la afirmación que está en el origen de esta pajilla mental. Cualquiera de las dos atenta contra la inteligencia lectora, escritora, y editora sin distinción de sexos, y la única verdad que contiene es la de que soy un mal escritor.
No son pocas las mujeres que se sienten hartas de tanta “defensa”. Hace unas semanas una profesora universitaria me comenta a propósito del tema que ella jamás se ha sentido desplazada o ninguneada, que no necesita que la defiendan, y que ese “ruido social de fondo”, empaña sus propios méritos porque a este paso habrá quien termine sospechando de su capacidad y de su trabajo: “esa no está ahí por sus méritos, sino por ser mujer”. ¿En qué momento se tocarán los extremos?
Berta Marsé, a pesar de ser mujer, y a pesar de ser hija de, es de las que tampoco necesita que literariamente nadie la defienda. No requiere de incendiarias/bomberas que se despeinen o se partan alguna uña por ella. Su obra “Fantasías animadas” se sostiene sola a poco que se lean las primeras líneas. Cualquier editor/a, a poco listo/a que fuera, habría publicado esta obra sin mirar quién la firmaba. Porque empezando por lo técnico, estamos ante un libro de factura impecable, nada le sobra nada le falta. Su intención es contar, contar historias en lenguaje natural, y en ningún momento se plantea a qué huelen las nubes. Pocos relatos, siete, pim, pam, fuego, y vaya si hacen pupa estas historias.
Por circunstancias de falta de tiempo, la lectura de este libro me ha llevado bastante tiempo (perdón por las limitaciones de mi vocabulario y por hacerle perder el tiempo leyendo mis disculpas). Pero aún en esas circunstancias adversas de dejar relatos a la mitad durante periodos tan largos, jamás he tenido pereza por volver a él, bajo ninguna circunstancia he podido olvidar la trama abandonada, las expectativas de diversión, el giro que la historia seguro va a dar hasta llegar a la categoría de puñalada trapera que me esperaba tras cada narración “interruptus”.
“Los Pons Pons” borda una familia a la que por mucho tiempo guardaré en el recuerdo, estoy seguro. Pese a que Berta Marsé engaña con ellos; bueno, nos engaña con todos menos con el último de los relatos. Actúa como un camello abriendo mercado: las primeras dosis no las pagas. Las narraciones se abren con una expectativa mordaz, jiji jaja, pero qué humor tan depurado gasta esta muchacha, y luego la historia se va fermentando, aparece la costra (también un señor Costra) seca de una pupa provocada quizá por una pequeña caída como la del padre de Teresa, la de “Gran Noche de Gala”, que Berta Marsé fotografía, y luego rasca y rasca, hasta arrancar. Ya es demasiado tarde, la piel ya está colonizando el contorno, sí, con su tono más sonrosado en los bordes, pero es imposible volver a poner la costra en su sitio. Uno se encuentra suspendido ya en la historia, cagondiez, en el sillón de dentista que es cada narración: ergonómico, pero susceptible de servir de soporte para la tortura a manos de un sádico. El lenguaje que utiliza es un anestésico cinematográfico, tiene un poder visual y evocador imposible de resistir.
1 + 6. Los relatos en que la historia se vehicula en mujeres son seis frente a uno. ¿Es un libro sobre mujeres? No. ¿Es un libro para mujeres? No. ¿Es un libro feminista? No. Es una obra universal en la que la excusa son las mujeres, que no juzga a nadie, sin victimismos, que no contiene moralinas pías, sino que disecciona en una sala limpia a unos seres sencillos, tan rotunda y necesariamente sencillos que podrían ser vecinos nuestros (una empleada de agencia de viajes, una funcionaria, un emprendedor con poca fortuna, una hermana desquiciada y que es una carga más que un alivio, un padre autoritario, un taxista con ciertas tendencias a la anacronía social, unas amigas que se ganan la vida trabajando y que en su cena periódica se despellejan entre ellas…) Nada extraordinario, nada glamuroso, mujeres que intentan no pagar el billete del niño en el autobús y miran de reojo el taxímetro pensando en lo que les va a costar la carrera, mujeres que son un reflejo de todos los miedos, ansiedades y sobrecargas que hoy día, sin distinción de sexos, nos acechan y nos quitan el sueño: ¿cómo voy a cuidar a mi padre que tiene principio de Alzheimer si no puedo tirar ni con lo que tengo ahora mismo? es la pregunta que subyace en el referido “Gran noche de Gala”, y ¿porqué las ratas abandonan el barco?, la que flota en “Lo de don Vito”.
Ya digo que quizá la fórmula reside en la síntesis de habilidad cinematográfica y talento narrativo, nunca fue más verdad esa capilaridad, ese intercambio iónico entre cine y literatura (“El bebé de Rosa” es un homenaje a “La semilla del diablo”, que siento no haber visto). El caso es que hay una conexión emocional con los personajes, el lector los adopta y quiere proteger a estas mujeres como hijas suyas. ¿Es una pose machista? ¿Me traicionó la testosterona y por eso merezco fregar de rodillas la próxima vez?, pues no lo sé. Uno (otro ramalazo del hombre primitivo que me habita) quisiera sacar de su madriguera a ese Santi de “Lo de don Vito” por las solapas para que dé la cara en este asunto que también le incumbe, y que se ha enquistado y que amenaza con infectarse, y que ha revelado la naturaleza de esta familia triangular en la que además la hija siguiendo el curso de los tiempos no quiere saber más allá de sus derechos.
Las mujeres a la hora de asesinar siempre utilizan métodos con los que no mancharse las manos, el veneno es su arma principal. Berta Marsé, como mujer, ejercita en estos relatos una crueldad limpia, y “Cocinitas” (el título viene que ni pintado), es el paradigma. Una venganza, sí, merecida, pero… Y ahí está lo interesante (aparte del material ficcional) de este relato: que crea un conflicto en la conciencia del lector entre esos dos pesos pesados que son la justicia, y la corrección política, en este caso llevados al terreno de la práctica social, ¿hasta dónde debe uno/a aguantar que lo/la tomen por imbécil?
“Los amigos perdidos” (en realidad las amigas), podría ser el relato más “femenino”, pero ni por esas. Ya dije que las mujeres son solo una excusa, el altavoz que reproduce la tonada. La envidia de baja intensidad, los pequeños “y tú más”, las traiciones menores, no tienen identidad sexual. Aquí también el color de la reacción química va virando (no me acuerdo ya si el Predictor también viraba como una tira reactiva), y el mazazo final, la única verdad que nos aguarda, pone a todas en su sitio.
“Fantasías animadas” ya digo que es un título engañoso. Y si además uno lo asocia con el apellido de la autora, el entramado molecular de las estructuras mentales preestablecidas empieza a trabajar: “esta es la hija de, que nos va a ofrecer unas burbujas cosquilleantes como las de algún cava de Sant Sadurní d’Anoia, pero sin más bouquet o buqué que el que pueda dejar el agua”. Es bueno equivocarse, que las malas expectativas se quiebren, darle por allí a la mala baba. “Fantasías animadas” los tiene bien puestos (ay, perdón), nos enfrenta mediante estos relatos a los fantasmas de nuestro tiempo: la presión por el exceso de responsabilidades a que mujeres y hombres nos vemos sometidos, la ansiedad que nos provoca no poder llegar a todos los frentes que se nos abren, el sentirnos rodeados de agua por todas partes... Pero también (y esta me parece la reflexión más novedosa e interesante de todo el libro), pone sobre el mantel de hule de nuestro salón comedor personal el binomio identidad y realidad. Sin demasiadas brumas, sin frases espesas, sin quincalla verbal. “Las prosperitas” es ese relato final (aquí ya en ningún momento hay esa brisa de humor suave, pero tampoco una solemnidad de altar mayor) que indaga en las raíces de una familia, (en los libros de relatos que me han gustado siempre encuentre un ejemplo de este tipo).
Dejemos a un lado las consideraciones de indignidad física y de dependencia terrible que implican enfermedades degenerativas. ¿Es lícito querer traer a una persona al presente cuando sabemos que en el pasado (real o en forma de “falsos recuerdos”) es más feliz? ¿Qué derecho tenemos sobre nadie para decidir qué es realidad o no, qué le hace feliz o no?
La pregunta queda en el aire, y yo desde luego espero conservar por mucho tiempo este libro en la memoria. Será buena señal.
Ah, se me olvidaba. Si después de todo es verdad que “…los cánones literarios favorecen la escritura hecha por hombres”, bendita excepción la de “Fantasías animadas”, literatura hecha por una mujer para seres humanos sensibles, sin estreñimiento, ni malos rollos pasados.
Berta Marsé
Ed. Anagrama, 2010
241 págs.
17,00 €
Días atrás vuelvo a leer en algún sitio algo que ya creo haber leído hace algún tiempo en otro sitio, aunque en aquella ocasión documentado con cifras y letras:
“En el mundo de las letras existe una controversia interminable en cuanto a la literatura femenina, la eterna reflexión de en qué medida se puede hablar de ella como de un subgénero con entidad propia. En cualquier caso el debate es amplio y cargado de matices y si algo parece concluyente es que los cánones literarios favorecen la escritura hecha por hombres”.
Y me digo que toda opinión es respetable, y también repudiable. Me molesta como hombre lector, como hombre escritor, como hombre, que se nos siga culpabilizando, anatemizando, buscándonos las cosquillas en terrenos como la literatura y el arte, donde suerte, visibilidad, por supuesto talento, y algunas habilidades sociales priman más que el sexo. Hace ya bastantes años que las escritoras no tienen que ocultar su identidad firmando bajo un seudónimo masculino. Ya pasaron aquellos tiempos en que una mujer no podía abrir por sí sola una cuenta corriente, ni firmar una escritura de propiedad…
“Ahora en confianza les diré que soy una víctima del sistema. Solo envié mi manuscrito a una editorial, y me dijeron que no, pero no por ser un pésimo escritor, sino por ser hombre. Es que los editores no quieren ganar dinero. Todos carecen del olfato empresarial necesario. Y como no tienen deudas que pagar, ellos lo que quieren es publicar solo mujeres para ganarse sus favores sexuales”. Compárelo con la afirmación que está en el origen de esta pajilla mental. Cualquiera de las dos atenta contra la inteligencia lectora, escritora, y editora sin distinción de sexos, y la única verdad que contiene es la de que soy un mal escritor.
No son pocas las mujeres que se sienten hartas de tanta “defensa”. Hace unas semanas una profesora universitaria me comenta a propósito del tema que ella jamás se ha sentido desplazada o ninguneada, que no necesita que la defiendan, y que ese “ruido social de fondo”, empaña sus propios méritos porque a este paso habrá quien termine sospechando de su capacidad y de su trabajo: “esa no está ahí por sus méritos, sino por ser mujer”. ¿En qué momento se tocarán los extremos?
Berta Marsé, a pesar de ser mujer, y a pesar de ser hija de, es de las que tampoco necesita que literariamente nadie la defienda. No requiere de incendiarias/bomberas que se despeinen o se partan alguna uña por ella. Su obra “Fantasías animadas” se sostiene sola a poco que se lean las primeras líneas. Cualquier editor/a, a poco listo/a que fuera, habría publicado esta obra sin mirar quién la firmaba. Porque empezando por lo técnico, estamos ante un libro de factura impecable, nada le sobra nada le falta. Su intención es contar, contar historias en lenguaje natural, y en ningún momento se plantea a qué huelen las nubes. Pocos relatos, siete, pim, pam, fuego, y vaya si hacen pupa estas historias.
Por circunstancias de falta de tiempo, la lectura de este libro me ha llevado bastante tiempo (perdón por las limitaciones de mi vocabulario y por hacerle perder el tiempo leyendo mis disculpas). Pero aún en esas circunstancias adversas de dejar relatos a la mitad durante periodos tan largos, jamás he tenido pereza por volver a él, bajo ninguna circunstancia he podido olvidar la trama abandonada, las expectativas de diversión, el giro que la historia seguro va a dar hasta llegar a la categoría de puñalada trapera que me esperaba tras cada narración “interruptus”.
“Los Pons Pons” borda una familia a la que por mucho tiempo guardaré en el recuerdo, estoy seguro. Pese a que Berta Marsé engaña con ellos; bueno, nos engaña con todos menos con el último de los relatos. Actúa como un camello abriendo mercado: las primeras dosis no las pagas. Las narraciones se abren con una expectativa mordaz, jiji jaja, pero qué humor tan depurado gasta esta muchacha, y luego la historia se va fermentando, aparece la costra (también un señor Costra) seca de una pupa provocada quizá por una pequeña caída como la del padre de Teresa, la de “Gran Noche de Gala”, que Berta Marsé fotografía, y luego rasca y rasca, hasta arrancar. Ya es demasiado tarde, la piel ya está colonizando el contorno, sí, con su tono más sonrosado en los bordes, pero es imposible volver a poner la costra en su sitio. Uno se encuentra suspendido ya en la historia, cagondiez, en el sillón de dentista que es cada narración: ergonómico, pero susceptible de servir de soporte para la tortura a manos de un sádico. El lenguaje que utiliza es un anestésico cinematográfico, tiene un poder visual y evocador imposible de resistir.
1 + 6. Los relatos en que la historia se vehicula en mujeres son seis frente a uno. ¿Es un libro sobre mujeres? No. ¿Es un libro para mujeres? No. ¿Es un libro feminista? No. Es una obra universal en la que la excusa son las mujeres, que no juzga a nadie, sin victimismos, que no contiene moralinas pías, sino que disecciona en una sala limpia a unos seres sencillos, tan rotunda y necesariamente sencillos que podrían ser vecinos nuestros (una empleada de agencia de viajes, una funcionaria, un emprendedor con poca fortuna, una hermana desquiciada y que es una carga más que un alivio, un padre autoritario, un taxista con ciertas tendencias a la anacronía social, unas amigas que se ganan la vida trabajando y que en su cena periódica se despellejan entre ellas…) Nada extraordinario, nada glamuroso, mujeres que intentan no pagar el billete del niño en el autobús y miran de reojo el taxímetro pensando en lo que les va a costar la carrera, mujeres que son un reflejo de todos los miedos, ansiedades y sobrecargas que hoy día, sin distinción de sexos, nos acechan y nos quitan el sueño: ¿cómo voy a cuidar a mi padre que tiene principio de Alzheimer si no puedo tirar ni con lo que tengo ahora mismo? es la pregunta que subyace en el referido “Gran noche de Gala”, y ¿porqué las ratas abandonan el barco?, la que flota en “Lo de don Vito”.
Ya digo que quizá la fórmula reside en la síntesis de habilidad cinematográfica y talento narrativo, nunca fue más verdad esa capilaridad, ese intercambio iónico entre cine y literatura (“El bebé de Rosa” es un homenaje a “La semilla del diablo”, que siento no haber visto). El caso es que hay una conexión emocional con los personajes, el lector los adopta y quiere proteger a estas mujeres como hijas suyas. ¿Es una pose machista? ¿Me traicionó la testosterona y por eso merezco fregar de rodillas la próxima vez?, pues no lo sé. Uno (otro ramalazo del hombre primitivo que me habita) quisiera sacar de su madriguera a ese Santi de “Lo de don Vito” por las solapas para que dé la cara en este asunto que también le incumbe, y que se ha enquistado y que amenaza con infectarse, y que ha revelado la naturaleza de esta familia triangular en la que además la hija siguiendo el curso de los tiempos no quiere saber más allá de sus derechos.
Las mujeres a la hora de asesinar siempre utilizan métodos con los que no mancharse las manos, el veneno es su arma principal. Berta Marsé, como mujer, ejercita en estos relatos una crueldad limpia, y “Cocinitas” (el título viene que ni pintado), es el paradigma. Una venganza, sí, merecida, pero… Y ahí está lo interesante (aparte del material ficcional) de este relato: que crea un conflicto en la conciencia del lector entre esos dos pesos pesados que son la justicia, y la corrección política, en este caso llevados al terreno de la práctica social, ¿hasta dónde debe uno/a aguantar que lo/la tomen por imbécil?
“Los amigos perdidos” (en realidad las amigas), podría ser el relato más “femenino”, pero ni por esas. Ya dije que las mujeres son solo una excusa, el altavoz que reproduce la tonada. La envidia de baja intensidad, los pequeños “y tú más”, las traiciones menores, no tienen identidad sexual. Aquí también el color de la reacción química va virando (no me acuerdo ya si el Predictor también viraba como una tira reactiva), y el mazazo final, la única verdad que nos aguarda, pone a todas en su sitio.
“Fantasías animadas” ya digo que es un título engañoso. Y si además uno lo asocia con el apellido de la autora, el entramado molecular de las estructuras mentales preestablecidas empieza a trabajar: “esta es la hija de, que nos va a ofrecer unas burbujas cosquilleantes como las de algún cava de Sant Sadurní d’Anoia, pero sin más bouquet o buqué que el que pueda dejar el agua”. Es bueno equivocarse, que las malas expectativas se quiebren, darle por allí a la mala baba. “Fantasías animadas” los tiene bien puestos (ay, perdón), nos enfrenta mediante estos relatos a los fantasmas de nuestro tiempo: la presión por el exceso de responsabilidades a que mujeres y hombres nos vemos sometidos, la ansiedad que nos provoca no poder llegar a todos los frentes que se nos abren, el sentirnos rodeados de agua por todas partes... Pero también (y esta me parece la reflexión más novedosa e interesante de todo el libro), pone sobre el mantel de hule de nuestro salón comedor personal el binomio identidad y realidad. Sin demasiadas brumas, sin frases espesas, sin quincalla verbal. “Las prosperitas” es ese relato final (aquí ya en ningún momento hay esa brisa de humor suave, pero tampoco una solemnidad de altar mayor) que indaga en las raíces de una familia, (en los libros de relatos que me han gustado siempre encuentre un ejemplo de este tipo).
Dejemos a un lado las consideraciones de indignidad física y de dependencia terrible que implican enfermedades degenerativas. ¿Es lícito querer traer a una persona al presente cuando sabemos que en el pasado (real o en forma de “falsos recuerdos”) es más feliz? ¿Qué derecho tenemos sobre nadie para decidir qué es realidad o no, qué le hace feliz o no?
La pregunta queda en el aire, y yo desde luego espero conservar por mucho tiempo este libro en la memoria. Será buena señal.
Ah, se me olvidaba. Si después de todo es verdad que “…los cánones literarios favorecen la escritura hecha por hombres”, bendita excepción la de “Fantasías animadas”, literatura hecha por una mujer para seres humanos sensibles, sin estreñimiento, ni malos rollos pasados.
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