Ése soy yo. No estoy en la foto porque ahora mismo me encuentro ausente porque estoy malito; acostado en mi cunita principesca, que más parece la habitación acolchada de un loco. Lo digo por la mullida chichonera que rodea todo el perímetro, a base de guata o cualquier porquería sintética que protege mi sesera, mi cabezita de fontanela abierta como el Canal de la Mancha, o el Estrecho de Gibraltar.
Estoy pachucho porque me gusta recopilar virus y bacterias, cualquier agente patógeno que pueda cobijarse a buen recaudo en un recodo de mi intestino delgado, en esos sacos de aire que son los pulmones, en uno de los dos caracoles de mis oídos... Cuando sea grande e inmunoresistente los pienso coleccionar en sus respectivas probetas y tubos de ensayo, bien etiquetados para cuando vengan las visitas poder lucir mis distinguidas maneras de repelente niño Vicente.
Por las noches lloro, no por capricho: es que me quita el sueño que a mis padres les de el síndrome de la “muerte súbita del progenitor” y a mi hermana y a mi no nos baste con el seguro de vida para pagar la hipoteca con que el banco Damocles nos aprieta los cinturones y los pañales. Por eso es que descanso mejor bien arropado por sus cuerpos, los de papá y mamá, en medio de ambos como un obispo en un baile de pueblo. Su respiración acompasada me tranquiliza. Pero no se puede uno fiar, la muerte súbita del progenitor llega sin avisar, y por eso los monitorizo mientras están dormiendo o durmiendo, que eso me lo tendrán que aclarar, y compruebo la plenitud de sus facultades. Su elasticidad nerviosa, la fatiga de los materiales de que tienen hechos los brazos, si sus “eas” siguen acaramelados y con la misma cadencia al cabo de hora y media…
Siempre se empeñan en comprarme muñecos estrambóticos que me asustan cuando hablan hola me llamo queco, ¿y tú? si me rascas la barrigua me río. También unos mecanismos perversos de teclas, ruido y luz, para la multiplicación exponencial y precoz de mi cociente intelectual. Me gusta dejarlos caer al suelo para escuchar su ruido. Mamá y papá, papá y mamá doblan la raspa y me lo dan y lo vuelvo a arrojar y así por siempre igual que la piedra del tío Sísifo ese que se divertía tirando piedras, y si no, lloro, que para eso soy el rey de la casa, un patoso que anda con pies de plomo, y eso es un pequeño paso para el hombre, pero estamos ante un gran paso para la humanidad, porque sucesivamente y según quién me observe voy a ser tiburón en Wall Street, premio Nobel de cualquier cosa, presidente de una comunidad de propietarios, líder de una secta, o futbolista crack. A lo mejor ya lo he dicho y no me acuerdo. Como esta especie de chicle masticado que es mi cerebro está todavía sin conexiones sinápticas suficientes, memoria pez... Que a lo mejor he dicho que mis principales aspiraciones son de orden científico: todos intentan inculcarme las leyes del orden, pero yo pruebo los fundamentos espúreos del caos, y por eso arrojo constantemente y en cualquier dirección, juguetes u otros objetos contusos tratando de averiguar en qué posición aleatoria van a caer. Aunque he de admitir que igual no paso de freganógrafo porque los objetos inanimados que más me gustan son las fregonas, gamuzas, y plumeros. A algunos familiares algo chapados a la antigua les preocupa esa inclinación contra natura, pero mi tío tate (yo le llamo así) dice que no hay que preocuparse porque la diferenciación sexual viene después y que aún así y todo por suerte ahora ya no te cantan lo de “Mariquita, barre barre, con la escoba, de tu madre”, y que eso me librará de sufrir un trauma que de mayor me acarrearía una pulsión irreprimible por arrancar señales de tráfico y atentar contra el mobiliario urbano y romper algún que otro escaparate. Ahora no llego más que a la categoría de proyecto. Un proyecto del arquitecto universal llamado tiempo, que según he oído decir pone a cada uno en su sitio y al final a todos en el mismo saco, o ataúd, o sarcófago...
Mi relato, publicado esta semana en El Heraldo del Henares
http://www.elheraldodelhenares.es/pag/noticia.php?cual=4296
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