PASOS DE BAILE
El propietario del salón de baile meaba agua bendita y cagaba en olor de santidad. Por eso el muy puto, siempre traía al cura para que bendijera la pista de baile. Y los músicos tenían que comulgar y prometer solemnemente que no iban a ejecutar pieza alguna susceptible de acercamiento carnal. “Toque ligero, que no adormezca la conciencia vigilante contra la serpiente del pensamiento pecaminoso”. El oficiante entonces levantaba los brazos como si alzara al Niño Jesús al cielo, y la sotana se le subía dejando al descubierto unos zapatones feos de payaso. Era el pistoletazo de salida, sonaban los primeros acordes y salía disparado a comer su merecido chocolate con picatostes con las madres de las niñas, carceleras de su honra que vigilaban desde un entarimado lateral.
Todo se había desarrollado según la costumbre, y yo ahora me encontraba bailando frente a aquella preciosidad sonriente. Debía ser un twist lo que nos movía, el ritmo que nos mantenía así, con esa chepa que se te pone al inclinarte, y acerqué mi cara a su oreja para preguntarle el nombre, todo con tan mala fortuna que mi boca chocó con su mejilla como si le hubiera estampado un beso. Un basilisco enlutado, un twister, que en inglés viene a ser un huracán, me sacudió dos guantazos, uno de los cuales me alcanzó el oído y me lo dejó lleno de acúfenos. Por el otro podía escuchar perfectamente las risotadas de los otros bailarines.
El lunes a la hora del bocadillo, mentí como siempre a mis compañeros de la fábrica de caramelos Puigbet: les dije que había bailado agarrado con una que se arrimaba. Pero la felicidad del autoengaño siempre es efímera: como si de una aparición satánica se tratara, la bruja emperifollada apareció esa mañana por entre de las calderas, La porcelana sonriente con la que medio bailé la tarde anterior la seguía, y el corazón se me debió acelerar como una envolvedora loca, y el ruido de mi pum-pum llegarle a los oídos, porque de pronto giró la cabeza adonde yo estaba y nos quedamos mirando, ella parada hasta que la vieja se dio cuenta de que no la seguía y reculó hasta verme o ver a Pedro Botero maquinando en sus calderas que viene a ser lo mismo según la expresión repentina de su cara. Luego levantó un puño cerrado a lo Pedro Carrasco, y con la mano libre agarró a la niña arrastrándola como se arrastra un saco de azúcar.
-¿Has visto a la hija del dueño? –Manolito Tordesillas, el eterno aprendiz, me habló al oído a causa del ruido ambiente de las máquinas. Buscaba complicidad y acertó con su codo huesudo entre mis costillas-. Dicen que acude a un baile de postín.
-Manolito –le dije también al oído-. Te voy a decir una cosa, y quiero que se la cuentes a los demás: con la que ayer bailé agarrado era la hija del dueño. Y no me veas cómo se restregaba. Aquí en la tarjeta viene la dirección del baile. Le gustan los hombres de fábrica, no los niñatos amariconados. Se pega tanto que podrás sentir sus pitones. El domingo tira para allá y éntrale al toro.
-Pero si es tu novia.
-¿Qué dices? Es una vampiresa que cada domingo por la tarde necesita sangre fresca. Yo ya no le valgo.
Y me faltó añadir que a su padre tampoco, porque, el jabalí herido, la mantecosa de su mujer, en ese momento ya estaría golpeando con su dedo regordete la mesa de Puigbet, exigiéndole con su voz rabiosa que me finiquitara.
El propietario del salón de baile meaba agua bendita y cagaba en olor de santidad. Por eso el muy puto, siempre traía al cura para que bendijera la pista de baile. Y los músicos tenían que comulgar y prometer solemnemente que no iban a ejecutar pieza alguna susceptible de acercamiento carnal. “Toque ligero, que no adormezca la conciencia vigilante contra la serpiente del pensamiento pecaminoso”. El oficiante entonces levantaba los brazos como si alzara al Niño Jesús al cielo, y la sotana se le subía dejando al descubierto unos zapatones feos de payaso. Era el pistoletazo de salida, sonaban los primeros acordes y salía disparado a comer su merecido chocolate con picatostes con las madres de las niñas, carceleras de su honra que vigilaban desde un entarimado lateral.
Todo se había desarrollado según la costumbre, y yo ahora me encontraba bailando frente a aquella preciosidad sonriente. Debía ser un twist lo que nos movía, el ritmo que nos mantenía así, con esa chepa que se te pone al inclinarte, y acerqué mi cara a su oreja para preguntarle el nombre, todo con tan mala fortuna que mi boca chocó con su mejilla como si le hubiera estampado un beso. Un basilisco enlutado, un twister, que en inglés viene a ser un huracán, me sacudió dos guantazos, uno de los cuales me alcanzó el oído y me lo dejó lleno de acúfenos. Por el otro podía escuchar perfectamente las risotadas de los otros bailarines.
El lunes a la hora del bocadillo, mentí como siempre a mis compañeros de la fábrica de caramelos Puigbet: les dije que había bailado agarrado con una que se arrimaba. Pero la felicidad del autoengaño siempre es efímera: como si de una aparición satánica se tratara, la bruja emperifollada apareció esa mañana por entre de las calderas, La porcelana sonriente con la que medio bailé la tarde anterior la seguía, y el corazón se me debió acelerar como una envolvedora loca, y el ruido de mi pum-pum llegarle a los oídos, porque de pronto giró la cabeza adonde yo estaba y nos quedamos mirando, ella parada hasta que la vieja se dio cuenta de que no la seguía y reculó hasta verme o ver a Pedro Botero maquinando en sus calderas que viene a ser lo mismo según la expresión repentina de su cara. Luego levantó un puño cerrado a lo Pedro Carrasco, y con la mano libre agarró a la niña arrastrándola como se arrastra un saco de azúcar.
-¿Has visto a la hija del dueño? –Manolito Tordesillas, el eterno aprendiz, me habló al oído a causa del ruido ambiente de las máquinas. Buscaba complicidad y acertó con su codo huesudo entre mis costillas-. Dicen que acude a un baile de postín.
-Manolito –le dije también al oído-. Te voy a decir una cosa, y quiero que se la cuentes a los demás: con la que ayer bailé agarrado era la hija del dueño. Y no me veas cómo se restregaba. Aquí en la tarjeta viene la dirección del baile. Le gustan los hombres de fábrica, no los niñatos amariconados. Se pega tanto que podrás sentir sus pitones. El domingo tira para allá y éntrale al toro.
-Pero si es tu novia.
-¿Qué dices? Es una vampiresa que cada domingo por la tarde necesita sangre fresca. Yo ya no le valgo.
Y me faltó añadir que a su padre tampoco, porque, el jabalí herido, la mantecosa de su mujer, en ese momento ya estaría golpeando con su dedo regordete la mesa de Puigbet, exigiéndole con su voz rabiosa que me finiquitara.
2 comentarios:
Hola, pasé por aquí saltando de otros bloggeros y me gustó tu relato. Me recordó a mis tiempos en Barcelona, en los años 60 y 70, a la moral ferrea e hipócrita, a la miseria espitural de los que nos castraban el pensamiento y la acción. ¡Vaya tiempos!
Un saludo y pasaré a visitarte.
Antonio, gracias. Me alegro de que te haya gustado el relato. Pensé que iba a quedar exagerado pues está basado en una par de anécdotas debidamente aumentadas y cocinadas de mi padre, emigrante también en los 50-60 en esa Barcelona en la que además de todo lo que expones, él pasó hasta bastante hambre.
Saludos.
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