-¿Por qué no me compras un helado? –desde detrás el niño zarandeó el hombro de su padre, que sujetaba el volante con ambas manos y se hacía el desentendido girando en la dirección que marcaba la flecha. El semáforo guiñaba un ámbar angustiado, pero el tráfico, denso por la lluvia, los detuvo junto a un contenedor de cascajo del que sobresalía el esqueleto metálico de una hamaca. Conservaba algunos jirones de tapicería que el viento movía como banderolas tibetanas. Montones de periódicos amarillentos formaban legajos. Unos operarios salieron del portal a arrojar una mesita de noche antigua y desvencijada, varias palanganas, bolsas con ropas, las señas de un inquilino al que la muerte habría deshauciado.
-¿Para qué sirven los radares? –mientras preguntaba, el niño dibujó filigranas sobre el cristal empañado-. ¿Para qué sirven los radares? –y ahora trazó en el vidrio algo que podría ser el cucurucho de un helado.
-Para que los aviones no se choquen –el padre no disimulaba su desgana.
-¡Fiuuuuuu! –la mano del niño planeaba hasta el reposacabezas del padre y le trazó una caricia-. Entonces los radares tienen un ojo que lo ve todo. ¿Ese ojo que sale dentro de un triángulo es un radar?
-Maldita lluvia…
-Si mamá vuela por el cielo se estará mojando. ¿Cuándo lleguemos a casa habrá vuelto?
-¡De una puta vez! –el padre giró la cabeza con los ojos muy abiertos- ¡No quiero que te metan más chorradas en la cabeza! ¡No más mentiras!
Y el niño pegó la espalda al asiento, como si de pronto la inercia de un acelerón o un vórtice gravitatorio lo hubiera atraído a su seno.
Y el niño pegó la espalda al asiento, como si de pronto la inercia de un acelerón o un vórtice gravitatorio lo hubiera atraído a su seno.
2 comentarios:
Gracias, José. Me encantó este regalo. Angeles
Pues me alegro Ángeles, con que solo guste a una persona aparte de al autor, ha merecido la pena.
Abrazos.
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