sábado, 28 de febrero de 2009

ENOLOGÍA FORENSE


El viticultor aspiró de la copa. La nariz, convertida en la columna de un cromatógrafo descomponía la fragancia en un flujo laminar. Lo primero que retuvo fueron los trazos difuminados de romero, tomillo, espliego, del monte cercano. Estuvo muy cerca de perder la serena compostura, de lanzar un alarido de pionero que pisa la tierra apenas soñada. ¡Tantos años necesitando ráfagas de poniente que peinaran las matas! Las uvas por fin asimilaban aquel polvillo de flores secas sobre los sarmientos, se borraba la sombra de purines decantados a la capa freática que desde la granja cercana rezumaban por sus vinos. A continuación un sobresalto: el suave pinchazo ácido de uva sacrificada antes de su punto exacto de maduración. Y una evidencia olfativa que a su vista pareció virar los taninos a rojo sanguinolento: el suave peso de la tierra removida, l’eau fresh que usara su esposa, la transpiración corporal severa del afrikáner que se interesara por sus investigaciones edafológicas. Todo circunvalado por la maldita sospecha gustativa a pólvora.

2 comentarios:

Cristina Monteoliva dijo...

Ojos que no ven, corazón que no siente. Pero al protagonista de este cuento, más le valdría tener otros sentidos atrofiados...
Muy bueno, José, a seguir así!
besos,

Cris

José Cruz Cabrerizo dijo...

¡Viva el vino y las mujeres! Pero sin mezclar, que luego pasa lo que pasa.

Un abrazo, Cristina, y gracias por tu lectura y ánimos.