lunes, 28 de junio de 2010

Gentes encerradasen una burbuja. Pero no del tipo "burbuja inmobiliaria".


"Edificio", de Ana García Bergua, tiene las escaleras justas. La excusa y reto más común del vecino español es la de "estoy en mi casa y hago lo que quiero". Al lector le gustaría llamar a cada puerta, y al modo de esos predicadores de cualquier religión norteamericana dar consejos gratuitos. Pero cada personaje naufraga a su manera.
Relatos que son como un ascensor entre dos pisos: ni arriba ni abajo, humor amargo.
Mi reseña en la siempre abierta "La Biblioteca Imaginaria", donde también se pueden leer más y mejores reseñas, desde luego.

domingo, 20 de junio de 2010

La literatura no solo circula por autopistas, también por caminos forestales: Pepa Cantarero

RESEÑA PUBLICADA EN LA BIBLIOTECA IMAGINARIA http://www.labibliotecaimaginaria.es edición del jueves 17 junio

Te compraré unas babuchas morunas
Pepa Cantarero
Ediciones Carena, 2009
367 págs.
22,00 €

No recuerdo si era Unamuno aquel que nombraba la intrahistoria, esto es, el hecho de que la historia debiera ser contada a partir de la vida diaria de los ciudadanos de una nación, en lugar de a partir de las grandes gestas de sus gobernantes. Perdón si me equivoco en la cita. Pero en una cosa sí que no me apeo del burro porque no ando muy descaminado, y es en mi afirmación de que el compendio titulado “Te compraré unas babuchas morunas” es un ejemplo de intrahistoria. ¿Y porqué le llamo compendio? Porque no solo es intrahistoria. Es además una novela con trazas (huellas) de autoficción, un ajuste de cuentas con el pasado personal de la autora, un documento catártico en el que ha invertido la friolera de 30 (en letra treinta) años de su vida, que se dice pronto.

Lo de la intrahistoria: la novela retrata las vivencias y vicisitudes de tres generaciones de la familia del personaje que se oculta tras el nombre de “Arsenio el ranchero”, o Arsenio Camacho, abuelo de la escritora, dueño y señor de las vidas de su familia, reputado como un sabio, poderoso como un cacique, temido como un diablo. Sin salir del territorio cerrado y asfixiante, pero mágico, de la inexistente “Jara de la Sierra” en la provincia de Jaén, nos llegarán los ecos del paseo de este personaje desde Orán hasta Brasil, las condiciones en las minas allí y aquí, antes de asentarse en las de aquí, en las de Sierra Morena… La hecatombe de la Guerra Civil con sus piojos, su hambre, sus pérdidas irreparables (recuerdo una definición de estadística: cuando un hombre muere es una tragedia, cuando cien hombres mueren es una estadística). Y es que un solo hombre marca la vida de Ariadna, la madre de la protagonista, y por ende la de todos sus hijos.

Todo es tangencial, no hay un afán por profundizar en nada ni por hacer una radiografía social, pero sí una resonancia nuclear magnética de los sentimientos, y el caso es que sentimientos y entorno social se entrelazan de tal forma que como sin querer todo pasa ante nuestros ojos: el retrato de una España que arranca en el bandolerismo y que derivando en la pérdida de nivel de vida en el campo arroja a sus habitantes a la emigración; el amor reverencial por la tierra que demuestran estas gentes, y que a un lector joven podría sonarle a realismo mágico y no a realismo; la Barcelona del desarrollismo industrial; el costumbrismo secular andaluz reflejado en los ritos mortuorios; la deshumanizada frialdad del estado del bienestar catalán de los 80; Y en paralelo, ya digo, la interioridad diseccionada de los personajes, sus grandezas y sus pequeñas mezquindades, donde tanto como la figura de Arsenio monta la de Ariadna, los dos pesos pesados de la narración.

Así es la vida, intrahistoria, y así es “Te compraré unas babuchas morunas”, puro nervio porque está escrita con las tripas, con el hígado y con el corazón, y quizá por eso se siente real como una bofetada, el lector termina queriendo a los personajes, pero no con la corrección política de alguien que en el salón de su casa lee en pantuflas o en babuchas, no en la forma de “te amo mientras te estoy leyendo y cuando cierre el libro se acabó todo entre nosotros”. Eso queda para las lecturas convencionales, porque estas líneas no se leen, podríamos decir que se viven, casi seríamos capaces de oler el arroz con conejo que se comen la nieta y sus primos en una reunión familiar en la que revuelven el pasado y remueven una vez más en la figura de Arsenio, el abuelo/dios. Pero porque nos da la gana olerlo, porque queremos sentirlo, no porque la autora se meta a describir las volutas de humo del carbón de encina, eso sí que no, porque no hay concesiones ni al estilo, ni a las mínimas reglamentaciones estructurales y formales.

Y ahí ya hablo de “compendio” y eso sin afán despectivo sino descriptivo. “Te compraré unas babuchas morunas” es una creación atípica en su contenido (ya dije al principio que es más que una novela). Y por su puesto en su forma: desde la transcripción literal de una entrevista en la que la escritora interroga a un paisano en torno a la figura de su abuelo), pasando por el cuerpo ficcional puro y duro en el que la autora da forma, literaturiza su memoria para hacerla asequible al lector en forma de narración, y hasta alguna que otra fotografía... O la pieza teatral en la que los intervinientes son Arsenio, su mujer Justina, y un matrimonio entre el que Arsenio como juez que es (hablamos de antes de la Guerra Civil, cuando su republicanismo lo pone en la picota, pero su fama de hombre recto lo libra de la muerte por la mediación de un alcalde que a pesar de ser de derechas media por él), tiene que mediar. Un ejemplo doble: por una parte de “disparate” formal, de otra, cuadro antropológico en lo social que nos muestra las inquietudes, las ansias, y el equilibrio de poderes conyugales de aquel tiempo.

Pepa Cantarero dice en una entrevista que no ha pasado por la universidad. Pepa Cantarero no me suena de nada como autora. ¿Tiene esto importancia? Pues para mí, y en relación a la historia, sí. Porque eso me da idea de que el tremendo “desorden” cronológico y narrativo de este magma en el que uno nunca se pierde por muy liado que esté el ovillo, la febril y visceral inexistente trama nace más de la propia naturaleza de la historia-historia que está narrando. ¿Es fácil contar una historia familiar sin tener que echar mano de las disgresiones? Es consecuencia además, de un lento fraguado que ha llevado treinta años. Uno se da cuenta de que eso no es una milonga, una guinda exhibicionista de la autora, porque se aprecia claramente un pulso oscilatorio que transita desde la rendida admiración hacia el abuelo, que deriva hacia la petición de que rinda cuentas, y que termina en el juicio a su memoria. Y no, no es el escorzo, el punto de inflexión formal de una autora universitaria que en las aulas vio la luz y que una mañana se levanta y mojando la magdalena en el café se dice “voy a escribir algo a lo Luis Martín Santos”.

La verdad es que a estas alturas de la reseña no sé si todo lo que he dicho observa una mínima coherencia. Pero debe entender que no estamos hablando de un producto manufacturado, de una operación mercadotécnica, de una obra hecha para contarse y venderla muy bien, si no de una sopa liofilizada. Como en una sopa de sobre, aquí todo cobra cuerpo al leerse. Los sufrimientos se nos hacen cercanos (la autora se ha saltado el mandamiento que dice que el autor debe tomar distancia respecto del texto para hacer justo lo contrario). ¿Cómo es posible que un ente tan cercano como una familia de pueblo de la Andalucía profunda se nos transforme en una saga comparable a los Buendía? ¿Será porque da voz a los muertos, los pone a dialogar con los vivos…? A decir verdad lo único que sé es que la escritora tampoco se puso babuchas para escribirla. Ha transitado con botos camperos por la narración, no le importó que sus pasos resonaran como los ruidos que siempre acechan en la parte alta de la casa grande, y le ha salido una novela o lo que sea, llamada a perdurar en la memoria del lector.

viernes, 18 de junio de 2010

CON LOS PIES EN LA TIERRA

-Que yo no entiendo de financiamientos, pero que “abundancia crea vangacia”, es vox populi, hija –el curita hizo una pausa para sacar de su manga un pañuelo inmaculado con que secarse el sudor-. Y deste modo, es que tu marido hace bien en tomar la iniciativa de ocuparse de tu hacienda y de tus restantes fortunas. Que no es mal hombre aquel que sin fines de usura busca mejores dividendos –aquí puso su dedo índice a mover, como si martilleara las palabras-. Eso es como el agricultor que abona la tierra para que reporte más maíz. No le roba nada. Y yo te dijera que si los bancos mejores están en Texocupal, pues bien que hizo en acudir allí, a la digna capital del estado, con todita la mosca.

-¡Ay, padrecito! –la mujer juntaba sus manos apretadas y las colocó a la altura del corazón-. Le voy a extrañar tantico ansí como se extraña a un padre de verdad, padrecito, que yo lo sé bien, que es un sentimiento que llevo muy hondo yo que no conocí al de mi sangre, que mal murió antes de mi venida al mundo –y la mujer se secó los ojos con un pañuelo que también sacaba de la manga de encaje del vestido. Una tela que bien pudo costar una dolariza en su tiempo, y elegante en aquellos años, pero fachudo para el tiempo de ahora.

-El ministerio de dios se nutre de hombres buenos, –tomó entre las suyas las manos huesudas y venosas de la mujer dándole tres golpecitos antes de soltarlas- más buenos que yo, y de veras encontrarás consuelo mayor en mi sustituto.

-Difícil será… -y la mujer ahogó un sollozo-. Qué adolorido se va a quedar mi esposo cuando conozca lo de su marcha súbita. El no poder despedirse de usted como es debido le partirá de seguro el corazón. Si supiera la gran estima en que mi marido lo sitúa a usted –y al cura se le dilataron las aletas de la nariz y la piel de la cara pareció estirársele, y bajo el alzacuellos pareció engordarle la papada a causa de una respiración desacompasada. Por un momento pareció mirar a la única puerta cerrada de la estancia, que se situaba a espaldas de la mujer. Casi quiso balbucir algo-. No, no hace falta que se disculpe de las buenas aburridoras que usted me echara en el principio: que si acciones son amores, no besos ni apachurrones… que si yo le superaba en tantas. demasiadas añadas a él…

-Y “baile y cochino, el del vecino” –atajó el curita sonriente- ¿Estamos?

-Eso mismo – y otra vez juntó para apretarlas sus manos en el pecho, y mirando hacia las alturas-. Y cuántas veces lo de que una mujer de mi edad, ya debiera voltear más de diez revueltas antes de gastar un peso en fiestas, y cuidarse de los doscaras –y ambos se rieron brevemente.

-Reconozcamos que no es un hombre de los que se den por aquí, ciudad pequeña o pueblo grande. No es fruto destas tierras. Natural que tuviera mis reservas. Supón que antes quel, no conocí jamás quien se acomodara a lo de “busca mujer por lo que valga y no por la nalga” –musita unos latinajos y se persigna-. Que esta tierra de santas mujeres, los hombres convierten en malpaís de la carne, y no miran más que la color quel de la tira de piel que asoma, sin importarles la policromía de los sentimientos. “Si lo que se enseña es la muestra, ya no destape el huacal”, se dicen siempre los boquiburros.

-Él es el mismísimo refinamiento personalizado. Y ya le digo qué berrinche severo se tomará cuando sepa que usted marchó antes de que él pudiera despedirse –el sacerdote asiente con la cabeza, aunque se remueve inquieto en su silla, y por su cara parece como si de repente le asaltara un cansancio de confesionario, como el hastío de tratar los mismos pecados con las mismas beatas-. Cien años que viviera cien años que él me refiriera lo de la puerta de la tienda de abarrotes, que asimismo usted fuera su ángel de la guarda.

-¡Esos mentecatos!… Siempre con sus malacrianzas…

-Lo hubieran machucado de una golpiza. Él no está hecho a las rudezas y nunca ha venido con nadie a las puñadas.

-Es que esos mostachos de foca no soportan la visión de un hombre que es capaz de andar con distinción. Esos mismitos dos ojos que de poco les valen no saben apreciar un bigote fino, cortado con gusto. Son unos machines que meten la torta en el molcajete para coger mojo de ajo, y no soportan que un hijo de dios se sirva con cuchara –el curita alzaba la voz como en el clímax de un exorcismo, y bajó el tono de súbito al mirar la expresión asombrada de su interlocutora-. Bueno, yo no es que practique y entienda costumbres pulidas. Tampoco es que coma en mantel bordado y con cubierto de plata a día. Y de las modas… Ni que decir que con mi obligada uniformidad, yo no puedo aplicarme el dicho: “de la moda, lo que te acomoda”. Pero también tengo un pie en este mundo y puedo opinar.

-Opinar, pues claro. Como a cualquier hijo de Dios le es dado. Y su opinión es la que más cuenta para mí. Pero no debe hacerse sangre de esos duros de maceta.

-Perdonar es lo primero.

-Ya sin saber quienes fueron, pero por mí están perdonados todos los que prendieron aquellos correveidiles de que si le movía mi mucha edad y mi mayor pesada, mi sonante caudal… Pero a los que raizaron la idea para emponzoñarlo -y se llevó la mano a la boca como si fuera a bostezar- de que era un muchachero, de corrompedor de chiquillos…

-¿Quiénes dijeron qué? –y otra vez pareciera que al curita el alzacuellos le cortara el respiradero, porque con su dedo índice lo estiraba, se lo apartaba de la garganta, y en una de esas que moviera el cuello, miró de refilón la única puerta cerrada en la estancia, como si lo siguiente fuera buscar el aire allí.

-Pero mejor dejemos correr semejantes aguas, –y como en una de esas películas antigüas que por sus demasiados años ella ya tenía visionadas, esas de enamorados que se separan, pues le dio la espalda al padrecito y se acercó a la ventana, mirando abajo, al emparrado- que no quiero quedar como rajona y encima llevarme una regañadera y penitencia en su último día –y seguía mirando para abajo cuando las cejas le revolotearon de asombro hasta caer ceñudas-. Ese de ahí… -la interrumpió una secuencia de tres pitazos de aviso que el conductor de la pick-up hizo sonar al tiempo que subía la cabeza hacia la ventana desde la que ella miraba. Luego el hombre se sacó el sombrero tejano y lo movió en un saludo cortés-. Esa arca grande de ahí que va en la camioneta es la que sacó mi esposo hace dos días de casa. Ahí mismitico que teníamos disimulado todo el cash que llevaría al banco en busca de dividendos.

-¡Mande!... –y parecía que el esfuerzo por levantarse raudo de la silla le restara al cura la voz, porque las palabras se le atascaron como los pasos en un fangal-. ¡Ay, hija mía! Tantos años aquí, que he guardado secretos que secarían, peor aún, que pudrirían el corazón de las mujeres… Este es el más limpio e inocente de todos. Y te lo he de revelar ahorita y no conculco voto de silencio alguno. Y si de silencio hablamos a ti más que a nadie incumbe que no se rompa. –Empezó a pasear por la estancia hasta llegar a la única puerta cerrada, frente a la que se plantó antes de pegarse la vuelta y seguir hablando-. Estábamos en que tu marido salió dos días. Esos son los mismos que hacen que me dejó aquí ese baúl que pesa como los pecados de cien mil diablos para que yo, al paso de mi destino definitivo lo entregue en el banco capitalino. La purita estrategia de un hombre listo.

-De seguro padre que no le entiendo.

-Pues que son muchas las almas que penan en esta tierra la envidia. El vértigo de la plata es como la llamada de la sangre, piensa en las treinta monedas que recibió Judas. Alguien que se enterara del motivo de su viaje podría pensar en robarle. Pero quién podría pensar que un probo sacerdote pudiera llevar encima, en la caja de la furgoneta, ese vuestro caudal.

-¡Ay padrito! Faro y guía del necesitado hasta el último momento –y la mujer dejó de mirar por la ventana, cruzó las manos, y las colocó a la altura de su boca, como si fuera a rezar, al tiempo que avanzaba tres o cuatro pasos llegando casi a al altura del sacerdote.

-Mira tú, mujer, que vienen doblados los tiempos, y tu marido tiene la aureola de oro que tú le has dado. Ya sabes por periódicos y noticieros televisados que en este infierno no faltan a diario las balaceras, y ojos avizor, y recados a la oreja, lobos vestidos de corderos, agentes luciferinos que visten el uniforme del samaritano. He de irme. El claxon de ese carro suena como las trompetas que derribaron las murallas de Jericó. Y ahora, mijita, ven que te dé mi bendición.

miércoles, 9 de junio de 2010

NUEVO LIBRO DE ÁNGEL OLGOSO


Dos libros de relatos en el mismo año son mucho decir. Pero como nunca es mal año por mucho trigo ni mal libro por mucho líquen, aquí está el segundo de Ángel Olgoso en este año, que presenta en Granada el viernes 11 de junio.

Literatura diferente que no deja al lector indiferente.


miércoles, 2 de junio de 2010

HAY RAYAS QUE MARCAN UN ANTES Y UN DESPUÉS


No podría dar mil razones por las que leer este libro editado por Milrazones, pero sí unas cuantas que expongo en mi reseña de este mes de junio en la web "Ojos de Papel" http://www.ojosdepapel.com/
La portada contiene efectivamente dieciocho rayas paralelas, y una secante. Nunca una portada fue más ilustrativa, porque los 18 relatos tienen una estructura igual, se podrían prolongar en el infinito, y a pesar de todo nunca se tocan.

martes, 1 de junio de 2010

TIERRA SIN TIERRA



Mamá mira a través de los cristales empañados del invierno cómo mi padre despeja de nieve, a fuertes paladas, como un jabalí enardecido, la entrada del edificio en que vivimos y trabajamos de conserjes.
Yo miro las pequeñas agujas de hielo que flotan en la lata de chucrut recién abierta. Mi hermana la acabade traer, y se calienta las manos adoloridas por la helada en la estufa que domina la estancia, nuestro universo único de salón comedor, dormitorio, sala de estar, sala de velatorios… El ataúd de mi abuela descansó sobre la misma mesa astillada y repintada en que ahora aguarda la lata de chucrut. Durante el día y medio que la abuela estuvo allí no pudimos tomar más que bocadillos, la mesa era un territorio tomado, y comer equivalía a no demostrar pena.

Mi abuela paterna cumplió su sueño de no durar mucho en la tierra prometida, la tierra donde la tierra no se pisa,la Norteamérica que miraba con uno ojo cubierto de cataratas. En Ucrania jamás vio más tipos humanos que los caucasianos. Así que cuando se cruzó por vez primera con algunos negros, debieron tomarla por una blanca chiflada, no podía ser de otra manera en una mujer que reaccionó con gritos de espanto al contemplarlos. Luego ya, en su constelación de confusiones decía que eran una raza de mineros del carbón.

Mi padre ha golpeado con los nudillos en el cristal del sótano. Es la señal, precisamente para el carbón. Toca alimentar el corazón de la bestia, y para eso debo bajar los escalones del sótano. La caldera reparte su aliento por todo el edificio, a excepción de nuestro cubículo, donde late el corazón de otra bestia menor, una estufa de hierro, colado o fundido, todavía no sé la diferencia.